CUENTOS DE LA
ABUELA JACINTA
La abeja y el colibrí
Recién despuntaba la primavera y pocas flores había en
el prado.
Allí estaba la pobre abejita obrera respetando la ley
del más fuerte y el colibrí libando la miraba amenazante.
— ¿Puedes dejarme algo de néctar?—dijo muy queda la abejita.
—No lo necesito para que embellezca mi plumaje.
—Yo lo necesito para algo más importante, larvas,
ninfas y pequeñas abejas esperan su alimento.
—Te dejaré el polen dijo el colibrí, aleteando
displicente.
—Pero yo necesito del néctar también.
— ¿Y para qué lo necesitas?— le contestó molesto.
—Lo preciso también
para fabricar la miel, la jalea
para mi reina y también la cera con que protegeré las celdas del panal.
—Lo
lamento, pero mi belleza está primero.
—Después de
todo no eres tan hermoso dijo la abejita.
—En mi plumaje están reflejados todos los colores del
arco iris, ¿sabes cómo me llamaban los aztecas?
“Rayo de sol” otros se referían a mi como “El rocío de
la mañana”.
—Yo también he oído que te llaman “Pájaro mosca” y,
por cierto, no es tan poético.
—Sólo los envidiosos me llaman así.
—Tú eres como los zánganos, solo sirven para fecundar,
agregó la abejita.
En esa
discusión estaban cuando apareció la señora colibrí, no tan colorida y más
humilde, le dijo a su marido:
—Debes dejarle algunas flores con su néctar a esa
abejita generosa que trabaja para alimentar y cuidar la colmena, no como tú que
vives pensando en tu belleza, mientras yo sola tengo que buscar fibras, musgo y
algunas telas de araña para hacer el nido de nuestros pichones. ¿Y quién los alimenta? Por supuesto,
yo, —afirmó la Sra. colibrí.
Avergonzado, el picaflor se disculpó y desde entonces
comparten el alimento en armonía la abejita y el colibrí.
El éxodo
La profecía se había cumplido:
“Cuando en la tierra se haya perdido la
humanidad, esa tarde inclinada una lagrima mía desbordará el océano”.
Infinidad de nubes negras cubrieron los cielos por
cuarenta días y cuarenta noches, hasta que esa lágrima de Dios arrasó con todo.
Los animales habían huido pocas horas antes de la tormenta, sólo murieron los
que el hombre retuvo en cautiverio.
Era verdad el humano ya había perdido su esencia.
¿Dónde había quedado la bondad, sus sentimientos puros y el natural instinto de
otros tiempos?
Los hombres ya no tenían conexiones telepáticas con
otros humanos, ni con los animales, como lo hacían en sus orígenes, pues sus
pensamientos no eran puros y provocaban discordia, tampoco podían curar sus
enfermedades acumulando energía como lo hacían antes. Sólo pensaban en poseer,
mediante la explotación de los más débiles, no había respeto por la propiedad
ajena, contaminaban el aire, destruían la naturaleza y sistematizaban la muerte
de los animales sin agradecer a la diosa naturaleza por su alimento.
Sólo sobrevivieron los que aún tenían sentimientos de
humanidad y pureza en el corazón.
Cuando las aguas comenzaron a bajar, ellos iniciaron
la marcha atraídos por un magnetismo especial, algunos tardaron meses, otros
años en llegar a ese lugar paradisíaco con exuberante vegetación y cataratas
que caían sobre los ríos donde un clima de primavera reinaba todo el año. Allí
se alojaron y formaron comunidades que vivieron disfrutando de las cosas
simples, como el paisaje, un amanecer, el nacimiento de un hijo, la sonrisa de
un niño. Aprendieron a ser felices con la felicidad de los otros y
multiplicaron así su propia felicidad.
La comunidad se había agrandado. Cultivaron la tierra
y se alimentaron de sus frutos. En ese lugar tan energético instintivamente
sabían qué hierba podía curar sus enfermedades.
Mediante ayuno y meditación lograron la energía suficiente para obtener el conocimiento del más sabio.
Comenzaron a registrar los pensamientos de sus amigos y vecinos, ya que eran
tan puros que no generaban conflictos y cuando más tarde pudieron comunicarse
telepáticamente con los animales, lograron entenderse y vivir por siempre en
armonía, formando una comunidad más buena, respetando los derechos ajenos,
disfrutando el día a día y siendo felices con las pequeñas cosas, en un lugar
donde el amor flotaba en el aire.
La alcancía
A Pablo le habían regalado
una alcancía, era una casita con techo rojo y chimenea por donde se introducían
los ahorros. Pablo decidió comenzar a guardar allí cuanto centavo o peso le
llegaba a sus manos. Cuando iba al colegio veía a sus compañeros comprar alfajores
o caramelos en el puesto de golosinas que el señor Manuel tenía a entrada, pero
él no tocaba ni un centavo del dinero que la madre le había dado diciéndole:
“Compra un sándwich para comer a media mañana”, pero todo lo guardaba para la
alcancía.
Pasados seis meses, Pablo ya había llenado la
alcancía, por lo que se decidió a abrirla, para eso tenía una puerta que se
abría con una llave que él guardada muy bien. Contó su dinero y comprobó que le
alcanzaba para comprar esa camiseta de su equipo de fútbol preferido que tanto
le gustaba. Pero no lo hizo, tantas veces se había privado de comprar
golosinas... y así su dinero pasó a tomar más valor que la camiseta. Pablo
guardó en una caja lo recolectado de sus ahorros y siguió juntando en su
alcancía ya vacía. Pasaba por la casa de deportes que estaba camino al colegio,
veía la soñada camiseta con sus colores brillantes y unas zapatillas hermosas
que muchas veces le había pedido a sus padres, y siempre le decían: “Esas
zapatillas no están dentro de nuestro presupuesto, son muy caras”.
Su hermano le pidió en cierta ocasión que le prestara
dos pesos, pero este se negó a sacar peso alguno de sus ahorros.
Al año
siguiente, a Pablo no solo le alcanzaba para comprar la camiseta, además se
podía comprar las zapatillas tan deseadas. “También te puedes comprar la
bicicleta que vimos la semana pasada” —le apuntó su hermano”— pero él no estaba dispuesto a abandonar su
tesoro.
Sus amigos del barrio decidieron comprar una pelota nueva, pues la
anterior era de Matías y la había reventado un auto. Todos pusieron su parte,
menos él, y como ellos sabían de sus ahorros no lo dejaron jugar más en los
partidos del parque. Problemas similares tenía en la escuela, Pablo había
dejado de sonreír, sus ahorros, lejos de darle felicidad, lo habían hecho
sentir cada vez más triste..., tenía más dinero que sus compañeros, pero era el
más pobre de todos. Estaba sólo y se sentía muy mal.
Hasta que su madre vio lo que le estaba pasando. Le
habían regalado una alcancía para que guardara una pequeña parte de la plata
que llegaba a sus manos, pero no toda. Así convenció a su hijo para que
comprara las cosas que le gustaban y golosinas para repartir a sus amigos.
Pablo
volvió a ser el niño feliz que era antes y a tener el amor de sus compañeros.
Aún tenía su alcancía, pero sólo ponía las monedas que le sobraban y para
comprar lo que realmente anhelaba.
La huerta
Por la
mañana Robertito había tenido que salir a mendigar por las calles, para ayudar
a sus padres con la comida. No le gustaba hacerlo, le ocasionaba muchos
riesgos: gente que le pedía que hiciera trabajos peligrosos a cambio de unas
pocas monedas, la policía que lo perseguía por vagancia y, además, no podía ir
a la escuela, lo que le permitiría tener un futuro mejor.
Él vivía
con sus padres en una humilde casita que había podido construir su padre,
ayudado por su tío, con unas chapas y algunas maderas viejas. Los días de
lluvia la pasaban muy mal, pues el agua entraba en la vivienda y arruinaba lo
poco que tenían.
Cierto
día, Robertito visitó a Manuel, un quintero que trabajaba en una huerta cercana
a su casa y, en algunas ocasiones, había ayudado a su familia con el cultivo de
la cosecha. Éste le explicó lo fácil que sería
su trabajo:
—Primero tienes que remover la tierra, para que pueda
acunar las semillas, allí puedes plantar tomates, zapallos, sandías, lechugas y
todo lo que se te ocurra. Lo importante es que las riegues seguido.
Manuel le
dio unas semillas y le prestó una pala para remover la tierra.
Lo primero que hizo Robertito cuando llegó fue poner
manos a la obra: realizó canteros; en unos sembró lechuga, en otros, zanahorias
y acelgas. En un cantero aparte plantó tomates. Manuel le había dicho:
“Una vez que los plantines tengan diez centímetros hay
que sacarlos con cuidado y plantarlos separados para que den tomates más
grandes.”
Aparte, sin
remover la tierra, hizo pocitos cada un metro donde introdujo cinco semillitas
de zapallo, lo mismo hizo con la sandía. Recordó lo que le había dicho ese buen
quintero:
“Hay que ponerlos separados porque se extienden mucho
sobre la tierra.”
¡Qué fácil era! Robertito estaba muy motivado y
contento con su proyecto, se levantaba temprano
y se ponía a trabajar en su huerta. Como a los veinte días, cuando
empezaron a asomar las plantitas, su
hermanito más chico, también se entusiasmó y le regaba la siembra todos los
días.
En el
verano la huerta de Robertito estaba bellísimas. Era emocionante para él sacar
las zanahorias y rabanitos. “¿Quién hubiese dicho que esas plantitas
insignificantes tuviese una raíz tan hermosa?”
Las planta
de zapallo y sandía se habían extendido metros y metros con sus hojas ásperas y
flores amarillas. ¡Ya tenían zapallos y sandías que superaban
los cinco kilos!
Las
plantas de tomates, que las había trasplantado y colocado con cañitas para que
se enreden, lucían unos tomates hermosos. Los recién arrancados gozaban un
sabor más rico que los de la verdulería.
Le había dicho Manuel:
“Al ser tan frescos son más nutritivos.”
Robertito, ya no necesitó salir a pedir, con la cosecha le alcanzaba y
con lo que le sobraba, su madre cambiaba por azúcar y harina con las que hacía
ricas tortas. Como era abundante la verdura una parte la vendía para comprar
ropa y otras cosas necesarias.
Al año siguiente, Robertito fue al colegio, pudo comprar sus útiles y tenía tiempo para
cuidar su huertita.
El
tiempo pasó. Ya no le decían Robertito, ahora era Roberto, se había casado y
tenía tres hijos, pero estos no tuvieron que salir a pedir por las calles.
Roberto
había hecho mucho dinero, poseía la huerta más grande de toda la zona y tenía
gente que trabajaba para él. Su verdura era vendida en el mercado y otras eran exportadas a países vecinos. Como
había estudiado, sabía cómo manejarse con eso de “la exportación.”
Su
vida cambió, no solamente para él sino también para sus hijos que vivían en una
hermosa casa donde nada les faltaba.
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