No había duda, a Delia
se la podía encuadrar dentro del grupo de las perfeccionistas. Todo había sido
perfecto en su vida. Fue la hija perfecta de unos padres exigentes. Terminó la
secundaria con diploma de honor y se recibió de Licenciada en economía con una
carrera brillante. Se destacó como directora de Cómputos en la Provincia de
Buenos Aires y se jubiló como asesora del ministro en el Ministerio de Economía
de la Capital Federal.
Pero Delia no sólo había
sido perfecta en su desempeño laboral, ella cuidaba sobre todo su presencia. Su
cabello rubio que otrora fuese castaño, no tenía un solo pelo fuera de su lugar
y armonizaba muy bien con sus ojos de un tono entre miel y verdoso.
Se vislumbraba que había
sido una linda mujer en su juventud. Media alrededor de un metro setenta,
siempre erguida, sin un kilo de más, ni uno de menos y su vestimenta por
supuesto, impecable.
Un buen día decidí ir a
Paraná – Entre Ríos – Pero mi compañera de viaje, jubilada como yo, no me pudo
acompañar, una lumbalgia lo había impedido. Como no me resigné a perder la
excursión, le pedí a la empresa que me buscara una compañera de viaje
para abaratar los costos, ya que el hotel era de cinco estrellas y una
habitación individual salía de mi presupuesto.
Así fue que conocí a
Delia en el Hotel “Las delicias”,
Por supuesto Delia, era
la compañera perfecta. No había parado de viajar desde que enviudó.
— ¿Viste? los hijos están en lo suyo —me
dijo, y a partir de ahí me contó su vida.
Fue así que descubrí su
única falla, Delia, con sus setenta y un años, no se resignaba a soportar el
paso del tiempo y los estragos que la gravedad hace la en el cuerpo. La imagen
que le devolvía el espejo, era la de una mujer elegante, pero, al ser madura,
no podía ser perfecta. Sufría con impotencia cuando algún desconocido le decía
abuela.
El Muchacho de la
conserjería tenía como muletilla decirle “mamita” a cuanta persona de la
tercera edad tenía que tratar, eso lo había notado Delia y me dijo:
—Es una falta de respeto tratar de
“mamita” a cuanta persona mayor atiende.
—No creo que lo haga con mala intención,
debe pensar que así se gana la simpatía de las jubiladas.
—Para mí es una falta de respeto y no lo
voy a tolerar. No sé cómo no le ha llamado la atención el dueño del hotel
–me contestó.
Traté de calmarla, para
que no nos pusieran en la lista de las problemáticas de turno.
A la mañana siguiente
fuimos a la ciudad de Santa Fe, que se comunica con Paraná mediante un túnel subfluvial.
Al mediodía, cuando
regresamos. Delia fue a buscar la llave a la conserjería, y el chico muy
sonriente le preguntó:
— ¿La habitación
sesenta y cuatro “mamita”?
—Si dijo Delia arrebatando la llave —,
pero… no te conviene decirle mamita a cualquiera.
— ¿Por qué?
— ¿Vos sabes quién soy yo? le contestó
Delia.
—Sí, una jubilada. ¿O no vino con un grupo
de jubilados?
—Es verdad, pero… ¿jubilada de qué?
—No sé —dijo el muchacho medio turbado.
—Yo soy jubilada de prostituta
— ¿De profesión prostituta?
—Así es, y si vos me llamas mamita, ¿hijo
de quién serias?
El muchacho la miró sin decir palabra.
—Sí. ¡Serias un hijo de puta!
Según las versiones de
otros contingentes, la muletilla “mamita” no se le escuchó más, al muchacho de
la conserjería de ese hotel.
El crimen
Después de dar más de cincuenta mil vueltas en la cama
decidí levantarme. Poner en orden el placard, me había agotado.
Nunca entendí, ¿por qué, cuando estoy muy cansada, no
puedo dormir? ¡si se me cerraban los ojos!
Fui a la cocina, miré la hora, eran las cuatro y diez
de la mañana. Levanté la cortina, Y Parque San Martín que está enfrente, hizo
que se llenara el ambiente con la luz cálida de los focos de sodio que lo
iluminan. Sin prender luz alguna, puse la pava para el mate.
Miré por la ventana: el parque estaba desierto, En ese
despuntar de primavera, las hamacas y las ramas de los árboles con
sus recientes hojas se mecían con el viento. La legión de caminantes
comenzaba a llegar a las siete, sólo un ciclista circulaba con su equipo de
carrera, posiblemente venía a entrenarse. Lo vi alejarse, cuando en esa
calle desierta apareció una camioneta gris, la seguía una moto con dos
personas, llevaban puesto gorros pasamontañas, que sólo dejaban ver sus ojos.
Se pusieron a la par de la camioneta y el de atrás disparó repetidas
veces, con un arma larga sobre la ventanilla y el parabrisas.
La camioneta se detuvo a escasos metros de mi ventana,
la moto salió a toda carrera.
Pude ver la cabeza volteada del conductor. La luz
iluminaba la parte trasera del vehículo y tomé nota de la patente.
Fui al comedor y llamé al novecientos once, conté lo
sucedido, le dí el número de la patente, me pregunto la marca del camioneta,
pero, como yo poco conozco de eso, sólo le pude decir que no era un modelo muy
actual.
Cuando regresé a la cocina la camioneta ya no estaba.
La policía estuvo en quince minutos, con ellos
llegamos a la conclusión, que el hombre no debió estar tan grave, si se había
ido.
Quedaron en que averiguarían por la patente para saber
a quién pertenecía, me dijeron que era una patente con muchos números, como las
de antes, se extrañaron de que no fuese renovada y se marcharon para rastrear
el lugar y tratar de encontrar la camioneta o la moto.
La impresión me duró varios días. En dieciocho años de
estar viviendo frente al parque nunca había notado un espectáculo violento, en
ese barrio tan tranquilo.
Una semana más tarde recibí una citación de la sección
5ª. Querían saber, si yo me dedicaba a hacer bromas al novecientos once.
Según la patente el vehículo pertenecía a Sebastián
Rasore, de veintiocho años, asesinado durante el período del proceso militar,
cuando circulaba con esa camioneta, por el parque San Martín, treinta y
cuatro años atrás.
La camioneta fue destruida después de haber estado
tres años en el depósito policial.