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martes, 18 de septiembre de 2018

MI AMIGA DELIA



No había duda, a Delia se la podía encuadrar dentro del grupo de las perfeccionistas. Todo había sido perfecto en su vida. Fue la hija perfecta de unos padres exigentes. Terminó la secundaria con diploma de honor y se recibió de Licenciada en economía con una carrera brillante. Se destacó como directora de Cómputos en la Provincia de Buenos Aires y se jubiló como asesora del ministro en el Ministerio de Economía de la Capital Federal.
Pero Delia no sólo había sido perfecta en su desempeño laboral, ella cuidaba sobre todo su presencia. Su cabello rubio que otrora fuese castaño, no tenía un solo pelo fuera de su lugar y armonizaba muy bien con sus ojos de un tono entre miel y verdoso.
Se vislumbraba que había sido una linda mujer en su juventud. Media alrededor de un metro setenta, siempre erguida, sin un kilo de más, ni uno de menos y su vestimenta por supuesto, impecable.
Un buen día decidí ir a Paraná – Entre Ríos – Pero mi compañera de viaje, jubilada como yo, no me pudo acompañar, una lumbalgia lo había impedido. Como no me resigné a perder la excursión, le pedí a la empresa que me buscara una compañera de  viaje para abaratar los costos, ya que el hotel era de cinco estrellas y una habitación individual salía de mi presupuesto.
Así fue que conocí a Delia en el Hotel “Las delicias”, 
Por supuesto Delia, era la compañera perfecta. No había parado de viajar desde que enviudó.
— ¿Viste? los hijos están en lo suyo —me dijo, y a partir de ahí me contó su vida.
Fue así que descubrí su única falla, Delia, con sus setenta y un años, no se resignaba a soportar el paso del tiempo y los estragos que la gravedad hace la en el cuerpo. La imagen que le devolvía el espejo, era la de una mujer elegante, pero, al ser madura, no podía ser perfecta. Sufría con impotencia cuando algún desconocido le decía abuela.
El Muchacho de la conserjería tenía como muletilla decirle “mamita” a cuanta persona de la tercera edad tenía que tratar, eso lo había notado Delia y me dijo:
—Es una falta de respeto tratar de “mamita” a cuanta persona mayor atiende.
—No creo que lo haga con mala intención, debe  pensar que así se gana la simpatía de las jubiladas.
—Para mí es una falta de respeto y no lo voy a tolerar.  No sé cómo no le ha llamado la atención el dueño del hotel –me contestó.
Traté de calmarla, para que no nos pusieran en la lista de las problemáticas de turno.
A la mañana siguiente fuimos a la ciudad de Santa Fe, que se comunica con Paraná mediante un túnel subfluvial.
Al mediodía, cuando regresamos. Delia fue a buscar la llave a la conserjería, y el chico muy sonriente le preguntó:
  — ¿La habitación sesenta y cuatro “mamita”?
—Si dijo Delia arrebatando la llave —, pero… no te conviene  decirle mamita a cualquiera.
— ¿Por qué?
— ¿Vos sabes quién soy yo? le contestó Delia.
—Sí, una jubilada. ¿O no vino con un grupo de jubilados?
—Es verdad, pero… ¿jubilada de qué?
—No sé —dijo el muchacho medio turbado.
—Yo soy jubilada de prostituta
— ¿De profesión prostituta?
—Así es, y si vos me llamas mamita, ¿hijo de quién serias?
El muchacho la miró sin decir palabra.
—Sí. ¡Serias un hijo de puta!

Según las versiones de otros contingentes, la muletilla “mamita” no se le escuchó más, al muchacho de la conserjería de ese hotel.

El crimen

Después de dar más de cincuenta mil vueltas en la cama decidí levantarme. Poner en orden el placard, me había agotado.
Nunca entendí, ¿por qué, cuando estoy muy cansada, no puedo dormir? ¡si se me cerraban los ojos!
Fui a la cocina, miré la hora, eran las cuatro y diez de la mañana. Levanté la cortina, Y Parque San Martín que está enfrente, hizo que se llenara el ambiente con la luz cálida de los focos de sodio que lo iluminan. Sin prender luz alguna, puse la pava para el mate.
Miré por la ventana: el parque estaba desierto, En ese despuntar de primaveralas hamacas y las ramas de los árboles con sus recientes hojas se mecían con el viento. La legión de caminantes comenzaba a llegar a las siete, sólo un ciclista circulaba con su equipo de carrera, posiblemente venía a entrenarse. Lo vi alejarse, cuando en  esa calle desierta apareció una camioneta gris, la seguía una moto con dos personas, llevaban puesto gorros pasamontañas, que sólo dejaban ver sus ojos. Se pusieron  a la par de la camioneta y el de atrás disparó repetidas veces, con un arma larga sobre la ventanilla y el parabrisas.
La camioneta se detuvo a escasos metros de mi ventana, la moto salió a toda carrera. 
Pude ver la cabeza volteada del conductor. La luz iluminaba la parte trasera del vehículo y tomé nota de la patente.
Fui al comedor y llamé al novecientos once, conté lo sucedido, le dí el número de la patente, me pregunto la marca del camioneta, pero, como yo poco conozco de eso, sólo le pude decir que no era un modelo muy actual.
Cuando regresé a la cocina la camioneta ya no estaba.
La policía estuvo en quince minutos, con ellos llegamos a la conclusión, que el hombre no debió estar tan grave, si se había ido.
Quedaron en que averiguarían por la patente para saber a quién pertenecía, me dijeron que era una patente con muchos números, como las de antes, se extrañaron de que no fuese renovada y se marcharon para rastrear el lugar y tratar de encontrar la camioneta o la moto.
La impresión me duró varios días. En dieciocho años de estar viviendo frente al parque nunca había notado un espectáculo violento, en ese barrio tan tranquilo.
Una semana más tarde recibí una citación de la sección 5ª. Querían saber, si yo me dedicaba a hacer bromas al novecientos once.

Según la patente el vehículo pertenecía a Sebastián Rasore, de veintiocho años, asesinado durante el período del proceso militar, cuando circulaba con esa camioneta, por el  parque San Martín, treinta y cuatro años atrás. 
La camioneta fue destruida después de haber estado tres años en el depósito policial.