El cuarto que Fernando
compartía con su hermano Raúl nunca estaba ordenado. En la mesa de estudio
podía haber una media, la raqueta y los apuntes para el próximo examen.
Una camiseta de River y
un póster, que lo veía a Mesi en el momento del gol, adornaban sus paredes.
En el inmenso placard,
se codeaban los juguetes de la cercana infancia, con la ropa “de onda” para ir
a los boliches.
El departamento donde
ellos vivían con sus padres, estaba en un quinto piso y la ventana de ese
cuarto daba a la calle Alsina. Desde allí se divisaba, en el edificio de
enfrente, el dormitorio de una hermosa y curvilínea morocha de unos treinta
años, a quien Fernando con quince y Raúl tres años mayor, la habían visto
desnudarse y hacer el amor.
A un antiguo larga vista
del abuelo, le adicionaron un pie y filmaban con la cámara digital, colocada
sobre el visor.
Fue un viernes nublado
cuando vieron a la morocha con su novio. Los chicos se prepararon para
presenciar una escena erótica, pero esta vez no fue así. Tras una discusión
acalorada de veinte minutos él se fue. Ella salió de la habitación y regresó
con una botella. Tomó tres vasos de esa bebida que parecía whisky, se dirigió a
la ventana, la vieron balancearse sobre el alfeizar y caer.
Salieron corriendo del
edificio, cruzaron la calle y allí estaba, con la cabeza en un charco de
sangre; su cabello oscuro le cubría parte del rostro, la gente se agolpaba.
Cuando llego la ambulancia no le encontraron signos vitales.
Al otro día, los diarios
hablaron sobre el presunto suicidio de Cecilia Figattí, de veintisiete años,
profesora de inglés, domiciliada en la calle Alsina al 900.
El portero del edificio
había visto entrar a la pareja en la hora próxima al suceso.
Las noticias se
ampliaron, en los noticieros de diferentes canales. Según los datos
registrados, la pareja era Sergio Verrier, argentino de cuarenta y un años,
casado. Fue llamado a declarar y más tarde detenido, acusado de haber arrojado
a la joven.
Los padres de la chica
llegaron angustiados, desde Tres arroyos, no tenían consuelo.
El abogado defensor
expuso que sólo una copa se encontraba en la habitación de la víctima.
Fernando y Raúl sabían
de su inocencia, ellos lo tenían filmado…pero ¿Cómo decirlo? sería vergonzoso…
ni sus padres lo sabían.
—¡Pobre tipo! —decía
Raúl.
— ¿Y si mandamos la
grabación en forma anónima? —sugirió Fernando.
-Sí, pero van a comenzar
a rastrear de donde salió, yo pienso que lo mejor es juntar coraje y contarle
al viejo cuando vuelva del trabajo. Si le decimos a mamá, el problema se nos va
a agrandar.
Esa noche hablaron con
el padre y a la semana siguiente, Raúl estaba declarando como testigo de cargo,
con las pruebas en la mano.
El padre ahora es quien
tiene el telescopio del abuelo, no sabemos con qué fin.