Hacía quince días que la
lluvia no cesaba, el río había crecido como nunca. Nuestra casa estaba en El
Tigre, donde el Delta del Paraná componía el pintoresco estuario del Río de La
Plata, al Noreste de la provincia de Buenos Aires.
Las viviendas, con su
desembarcadero, ocupaban allí las costas de los canales, rodeadas por una
desbordante vegetación.
Pero mi casa difería de
las otras, no estaba en tierra firme, era una casa flotante que había diseñado
mi marido y, como buen arquitecto no había olvidado ningún confort:
Un generador de petróleo suministraba
electricidad y calefacción; una pequeña planta potabilizadora tomaba el agua
del río y, en su base la vivienda tenía un gran tanque atmosférico de desagote
mensual. Una pileta de natación se encontraba en una plataforma que miraba al
río, en la planta baja estaba la sala, cocina, despensa, baño y el estudio
donde José tenía su mesa de dibujo y hacía sus proyectos. En la planta alta se
encontraban los dormitorios con amplias puertas-ventanas que salían a un balcón
a modo de terraza, por donde se descolgaban algunas plantas.
Nuestros hijos, Florencia
de diez y Seba de ocho años, nunca habían vivido en tierra firme. Para ir al
colegio tomaban la lancha que pasaba a las siete y treinta, o José los llevaba
en la nuestra. La escuela se encontraba al margen del río como la Sala de
primeros auxilios, la Prefectura y las demás construcciones.
La casa estaba amarrada
a la orilla, por donde teníamos contacto con nuestros vecinos de tierra firme y
a través de ese amarradero, nuestros niños iban y venían con sus amigos de la
zona.
La lancha con mercadería
pasaba 3 veces por día.
A pesar de ser una
vivienda flotante, no faltaba nada.
Pero esta vez, con la
crecida del río, la casa se movía peligrosamente, eso hizo que José desamarrara
la casa y nuestra vivienda quedara flotando sin rumbo…
El nivel del agua no
paraba de subir. Veíamos que a las hermosas casas las había cubierto. La Prefectura
se encargaba del salvataje. José con la lancha recogía gente que llevaba a
tierra firme.
Al llegara al Paraná de
las Palmas, nuestra casa encalló contra la planta alta de una vivienda. Dos
horas más tarde una fuerte corriente la liberó. Las aguas seguían subiendo. La
casa flotaba sin rumbo.
Llego la noche. Nuestro
generador nos permitía tener luz. Las noticias que escuchábamos por radio, pues
la televisión no andaba, decían que el agua había llegado a treinta metros en
algunos lugares del gran Buenos Aires y otras provincias. Aun no se tenía
estadística de los damnificados.
Una catástrofe similar
vivían otros países de América, Europa y Asia.
En la casa no estábamos
solos, veinte personas que José había traído en el salvataje, compartían
nuestra vivienda.
A la mañana siguiente no
teníamos ni la más remota idea de dónde nos encontrábamos, sólo se veía agua
por los cuatro costados. Comenzamos a racionalizar la comida. Felizmente
siempre almacenábamos bastante mercadería en la despensa, que comprábamos en
los hipermercados, pues los precios eran más bajos que los de la
lancha.
Veinte días habían
pasado, hasta que la lluvia cesó. El agua comenzó a descender. La casa ya no se
movía, pero no estaba horizontal, tenía una inclinación que, calculamos, sería
de 30º. No sabíamos dónde se había detenido, pero sospechábamos que era sobre
la terraza de alguna vivienda.
Fue entonces cuando los
vimos, estaban parados sobre las aguas, eran dos seres como nosotros, con la
única diferencia de que se podía ver a través de sus cuerpos, las ajustadas
ropas que parecían ser parte de su cuerpo también eran transparentes, Tenían
una altura de aproximada de dos metros, eran delgados y no logramos determinar
su sexo.
A cierta distancia,
detrás de ellos, giraba un círculo luminoso. Uno llevaba una esfera en su mano
izquierda y nos habló en forma telepática, sus palabras resonaban como un eco
en nuestro cerebro:
—Venimos del planeta Úrkita, ese que ustedes le han dado el nombre de Kepler
22 b. Recientemente han tomado
conocimiento de su existencia y tienen expectativas de habitar nuestro planeta,
pues saben que la tierra pasada unas décadas ya no será habitable. Nuestro
planeta se encuentra a seiscientos años luz de aquí, su tamaño es cinco veces
más grande y doscientos millones de años más antiguo que el que habitan
ustedes. No podrán entrar, no están lo suficientemente evolucionados como para
compartirlo, pero queremos ayudarlos. Hemos detenido la lluvia, pues poseemos
control atmosférico, sus condiciones ambientales son similares a las nuestras.
En diez meses las aguas bajarán totalmente. Cuando la tierra llena de párpados
mojados, retorne a su estado natural, todo ha de
cambiar: Los dueños de vuestro planeta tomarán conciencia de la gravedad de la
situación en que se encuentran. Dejarán de usar su ingenio en armas nucleares y
lo emplearan para mejorar las condiciones ambientales en que viven. Pero recién
podrán lograrlo cuando sus habitantes comiencen a manejarse con su propia
energía, sin extraer lo que ustedes llaman petróleo, que es la sangre a la
tierra. Su superficie entonces ya no se rajará ni se moverá. Usarán una fuente
proteica vegetal, superior a la animal y sus cuerpos no serán de una materia
tan densa.
Cuando el amor se respire en el aire, no
habrá, guerras, ni violencia alguna; los seres tendrán pureza de corazón y, en
sus pensamientos la nobleza de la transparencia. No necesitarán la palabra para
comunicarse y usarán el poder de la idea. Recién entonces… la
armonía reinará en vuestro planeta.
Con esas últimas
palabras se fueron esfumando, el círculo los rodeó y envueltos en una potente
luz desaparecieron. Todos lo vimos.
Un helicóptero nos
rescató de la terraza de un edificio de seis pisos, donde había quedado varada
la casa.
La foto que les había
sacado José, estaba en blanco. Quisimos darle el mensaje al mundo, pero nadie
nos creyó.