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martes, 18 de septiembre de 2018

LA LLUVIA



Hacía quince días que la lluvia no cesaba, el río había crecido como nunca. Nuestra casa estaba en El Tigre, donde el Delta del Paraná componía el pintoresco estuario del Río de La Plata, al Noreste de la provincia de Buenos Aires.
Las viviendas, con su desembarcadero, ocupaban allí las costas de los canales, rodeadas por una desbordante vegetación.
Pero mi casa difería de las otras, no estaba en tierra firme, era una casa flotante que había diseñado mi marido y, como buen arquitecto no había olvidado ningún confort:
Un generador de petróleo suministraba electricidad y calefacción; una pequeña planta potabilizadora tomaba el agua del río y, en su base la vivienda tenía un gran tanque atmosférico de desagote mensual. Una pileta de natación se encontraba en una plataforma que miraba al río, en la planta baja estaba la sala, cocina, despensa, baño y el estudio donde José tenía su mesa de dibujo y hacía sus proyectos. En la planta alta se encontraban los dormitorios con amplias puertas-ventanas que salían a un balcón a modo de terraza, por donde se descolgaban algunas plantas.
Nuestros hijos, Florencia de diez y Seba de ocho años, nunca habían vivido en tierra firme. Para ir al colegio tomaban la lancha que pasaba a las siete y treinta, o José los llevaba en la nuestra. La escuela se encontraba al margen del río como la Sala de primeros auxilios, la Prefectura y las demás construcciones.
La casa estaba amarrada a la orilla, por donde teníamos contacto con nuestros vecinos de tierra firme y a través de ese amarradero, nuestros niños iban y venían con sus amigos de la zona.
La lancha con mercadería pasaba 3 veces por día.
A pesar de ser una vivienda flotante, no faltaba nada.
Pero esta vez, con la crecida del río, la casa se movía peligrosamente, eso hizo que José desamarrara la casa y nuestra vivienda quedara flotando sin rumbo…
El nivel del agua no paraba de subir. Veíamos que a las hermosas casas las había cubierto. La Prefectura se encargaba del salvataje. José con la lancha recogía gente que llevaba a tierra firme.
Al llegara al Paraná de las Palmas, nuestra casa encalló contra la planta alta de una vivienda. Dos horas más tarde una fuerte corriente la liberó. Las aguas seguían subiendo. La casa flotaba sin rumbo.
Llego la noche. Nuestro generador nos permitía tener luz. Las noticias que escuchábamos por radio, pues la televisión no andaba, decían que el agua había llegado a treinta metros en algunos lugares del gran Buenos Aires y otras provincias. Aun no se tenía estadística de los damnificados.
Una catástrofe similar vivían otros países de América, Europa y Asia.
En la casa no estábamos solos, veinte personas que José había traído en el salvataje, compartían nuestra vivienda.
A la mañana siguiente no teníamos ni la más remota idea de dónde nos encontrábamos, sólo se veía agua por los cuatro costados. Comenzamos a racionalizar la comida. Felizmente siempre almacenábamos bastante mercadería en la despensa, que comprábamos en los hipermercados, pues los precios eran más bajos que los de la lancha.  
Veinte días habían pasado, hasta que la lluvia cesó. El agua comenzó a descender. La casa ya no se movía, pero no estaba horizontal, tenía una inclinación que, calculamos, sería de 30º. No sabíamos dónde se había detenido, pero sospechábamos que era sobre la terraza de alguna vivienda.
Fue entonces cuando los vimos, estaban parados sobre las aguas, eran dos seres como nosotros, con la única diferencia de que se podía ver a través de sus cuerpos, las ajustadas ropas que parecían ser parte de su cuerpo también eran transparentes, Tenían una altura de aproximada de dos metros, eran delgados y no logramos determinar su sexo.
A cierta distancia, detrás de ellos, giraba un círculo luminoso. Uno llevaba una esfera en su mano izquierda y nos habló en forma telepática, sus palabras resonaban como un eco en nuestro cerebro:
          —Venimos del planeta Úrkita, ese que ustedes le han dado el nombre de Kepler
22 b. Recientemente han tomado conocimiento de su existencia y tienen expectativas de habitar nuestro planeta, pues saben que la tierra pasada unas décadas ya no será habitable. Nuestro planeta se encuentra a seiscientos años luz de aquí, su tamaño es cinco veces más grande y doscientos millones de años más antiguo que el que habitan ustedes. No podrán entrar, no están lo suficientemente evolucionados como para compartirlo, pero queremos ayudarlos. Hemos detenido la lluvia, pues poseemos control atmosférico, sus condiciones ambientales son similares a las nuestras. En diez meses las aguas bajarán totalmente. Cuando la tierra llena de párpados mojados, retorne a su     estado natural, todo ha de cambiar: Los dueños de vuestro planeta tomarán conciencia de la gravedad de la situación en que se encuentran. Dejarán de usar su ingenio en armas nucleares y lo emplearan para mejorar las condiciones ambientales en que viven. Pero recién podrán lograrlo cuando sus habitantes comiencen a manejarse con su propia energía, sin extraer lo que ustedes llaman petróleo, que es la sangre a la tierra. Su superficie entonces ya no se rajará ni se moverá. Usarán una fuente proteica vegetal, superior a la animal y sus cuerpos no serán de una materia tan densa.
Cuando el amor se respire en el aire, no habrá, guerras, ni violencia alguna; los seres tendrán pureza de corazón y, en sus pensamientos la nobleza de la transparencia. No necesitarán la palabra para comunicarse y usarán el poder de la idea.  Recién entonces…  la armonía reinará en vuestro planeta.
Con esas últimas palabras se fueron esfumando, el círculo los rodeó y envueltos en una potente luz desaparecieron. Todos lo vimos.
Un helicóptero nos rescató de la terraza de un edificio de seis pisos, donde había quedado varada la casa.
La foto que les había sacado José, estaba en blanco. Quisimos darle el mensaje al mundo, pero nadie nos creyó.