EL CENSO
Todas las
ventanas estaban cerradas y sus pesadas cortinas de rollo, bajas, pero yo sabía
que Marisa estaba adentro.
Hacía más de treinta años que ella llevaba una vida de
encierro, creo que fue después de quedar viuda que se atrincheró en su enorme
casona, que quedó en total abandono.
— ¿Quién es? —preguntó sin abrir la puerta luego de mi
tercer timbrazo. —Soy Lucy, tu vecina le contesté. La puerta se entreabrió
dejando ver un comedor lúgubre, donde la falta de ventilación hacia emanar un
penetrante olor a humedad. Descolgó las cadenas del seguro y, a pesar de mi
negativa, insistió para que entrara.
—No, Marisa, sólo quería saber cómo estabas, hace más
de un mes que no se te ve por el barrio—le dije.
— ¿Cómo quieres que esté, con esto del censo?—me
contestó.
Marisa, única hija de un matrimonio muy mayor, había
sido fruto del temor de sus padres que vivían de rentas, y poco o nada se
conectaban con el mundo exterior. Nunca permitieron que Marisa saliera a
trabajar y veían con desconfianza cualquier nueva amistad que ella tenía. Ya
algo mayor, se casó con un hombre de semejantes hábitos paternos. Ricardito fue
el único fruto de esa unión, de carácter alegre e independiente, que se fue a
España, no por la situación preocupante del país, sino para huir del ambiente
aplastante de esa casona.
—Es verdad, con la inseguridad que
hay es todo un tema, pero es necesario que sepamos por lo menos, cuántos somos
—le dije.
—No pienso hacerlo, no quiero
que me investiguen —decía Marisa y su delgado cuerpo se dejaba desplomar sobre
el viejo y destartalado sillón de gobelino.
—No tienes que dar el
apellido, sólo te piden el nombre Marisa Es casi anónimo.
—Pero con todas las preguntas
que te hacen, después las utilizan para aumentarte los impuestos —me contestó molesta.
—El censo se hace en todos
los países desarrollados, es tan sólo para saber cuántos somos y conocer qué
calidad de vida hay en un país, son sólo cifras comparativas, pensá que se hace
desde la presidencia de Sarmiento —le dije mientras observaba la lividez de su
rostro.
— ¿Comparativas?
—Sí, se comparan con los de
otros países y con el censo anterior.
—Pero si no hace mucho hicieron
uno, ¿y ahora de nuevo?
—Marisa… ya pasaron 10 años del
censo anterior —le contesté, observando que un marcado rictus se formaba entre
sus cejas.
—Aparte de eso no estoy dispuesta a que extraños
entren en mí casa, arriesgándome a que me den un palo en la cabeza, me vacíen
la casa ¡O algo peor! —me contestó exasperada.
—Sí, eso es verdad, pero escuche en el noticiero que
no es necesario hacerlos pasar, se los puede atender tras la reja —le
dije recordando mis viejos tiempos en que yo salía a censar, tiempos en
que la gente hacía pasar al censista, le convidaba con café o un mate, torta,
galletitas y si era la hora de almorzar, no dudaban en invitarlo.
— ¿Que reja?, no ves que no tengo reja ni postigo, mi
puerta es de madera maciza
—me contestó ya más alterada, contrayendo la mandíbula. En la cara de
pánico se reflejaba su mundo interior.
—Bueno, yo te traigo el formulario, que lo bajé de
Internet, lo llenas, se lo entregas y el censista lo transcribe a otro
formulario con un lápiz especial, que permiten ser leído por una lectora óptica
en todos sus códigos —le dije tratando de persuadirla.
No me escuchaba… el tema la había alterado tanto que
sus puños se crispaban y tenía contraídos como estacas de sus delgados brazos.
Le recomendé que tomara un tranquilizante, al
despedirme.
Marisa no figuró en el censo, pero no por negarse a él. En el velorio me enteré,
que había fallecido la noche anterior de un ataque al corazón, por la gran
tensión que le provocó a ella, ese censo del 2010.