martes, 18 de septiembre de 2018

EL CENSO


EL  CENSO

       Todas las ventanas estaban cerradas y sus pesadas cortinas de rollo, bajas, pero yo sabía que Marisa estaba adentro.
Hacía más de treinta años que ella llevaba una vida de encierro, creo que fue después de quedar viuda que se atrincheró en su enorme casona, que quedó en total abandono.  
— ¿Quién es? —preguntó sin abrir la puerta luego de mi tercer timbrazo. —Soy Lucy, tu vecina le contesté. La puerta se entreabrió dejando ver un comedor lúgubre, donde la falta de ventilación hacia emanar un penetrante olor a humedad. Descolgó las cadenas del seguro y, a pesar de mi negativa, insistió para que entrara.
—No, Marisa, sólo quería saber cómo estabas, hace más de un mes que no se te ve por el barrio—le dije.
— ¿Cómo quieres que esté, con esto del censo?—me contestó.
Marisa, única hija de un matrimonio muy mayor, había sido fruto del temor de sus padres que vivían de rentas, y poco o nada se conectaban con el mundo exterior. Nunca permitieron que Marisa saliera a trabajar y veían con desconfianza cualquier nueva amistad que ella tenía. Ya algo mayor, se casó con un hombre de semejantes hábitos paternos. Ricardito fue el único fruto de esa unión, de carácter alegre e independiente, que se fue a España, no por la situación preocupante del país, sino para huir del ambiente aplastante de esa casona. 
    —Es verdad, con la inseguridad que hay es todo un tema, pero es necesario que sepamos por lo menos, cuántos somos —le dije.
     —No pienso hacerlo, no quiero que me investiguen —decía Marisa y su delgado cuerpo se dejaba desplomar sobre el viejo y destartalado sillón de gobelino.
     —No tienes que dar el apellido, sólo te piden el nombre Marisa Es casi anónimo.
     —Pero con todas las preguntas que te hacen, después las utilizan para aumentarte los impuestos —me contestó molesta.
     —El censo se hace en todos los países desarrollados, es tan sólo para saber cuántos somos y conocer qué calidad de vida hay en un país, son sólo cifras comparativas, pensá que se hace desde la presidencia de Sarmiento —le dije mientras observaba la lividez de su rostro.
     — ¿Comparativas?
     —Sí, se comparan con los de otros países y con el censo anterior.
    —Pero si no hace mucho hicieron uno,  ¿y ahora de nuevo?
    —Marisa… ya pasaron 10 años del censo anterior —le contesté, observando que un marcado rictus se formaba entre sus cejas.
—Aparte de eso no estoy dispuesta a que extraños entren en mí casa, arriesgándome a que me den un palo en la cabeza, me vacíen la casa ¡O algo peor! —me contestó exasperada.
—Sí, eso es verdad, pero escuche en el noticiero que no es necesario hacerlos pasar, se los puede atender tras la reja  —le dije recordando mis viejos tiempos en que yo salía a censar,  tiempos en que la gente hacía pasar al censista, le convidaba con café o un mate, torta, galletitas y si era la hora de almorzar, no dudaban en invitarlo.
— ¿Que reja?, no ves que no tengo reja ni postigo, mi puerta es de madera maciza
—me contestó ya más alterada, contrayendo la mandíbula. En la cara de pánico se reflejaba su mundo interior.
—Bueno, yo te traigo el formulario, que lo bajé de Internet, lo llenas, se lo entregas y el censista lo transcribe a otro formulario con un lápiz especial, que permiten ser leído por una lectora óptica en todos sus códigos —le dije tratando de persuadirla.
No me escuchaba… el tema la había alterado tanto que sus puños se crispaban y tenía contraídos como estacas de sus delgados brazos.
Le recomendé que tomara un tranquilizante, al despedirme.
Marisa no figuró en el censo, pero no por negarse a él. En el velorio me enteré, que había fallecido la noche anterior de un ataque al corazón, por la gran tensión que le provocó a ella, ese censo del 2010.

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