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martes, 18 de septiembre de 2018

EL SÓTANO



Vivíamos en una casa en el campo. La recuerdo con su inmensa cocina y una larga mesa de roble macizo donde comíamos, junto a mi madre, siete hermanos y Ernestina la cocinera.
Los momentos más gratos de mi niñez fueron en San Antonio de Areco.
Mi padre había fallecido y como yo era el hijo mayor, siempre me sentí algo responsable por el grupo familiar.
En las horas de la siesta debíamos guardar silencio y, por tal motivo el sótano era el lugar ideal para nuestro esparcimiento. Allí se guardaba todo material en desuso como lámparas, camas, sillones rotos, cajas que no debían abrirse, y hasta un rifle oxidado que era parte de nuestros juegos.
El sótano tenía una ventanita horizontal alargada, con no más de veinte centímetros de alto, por donde asomaba a veces un pedazo de cielo, siempre y cuando la hierba del jardín no la tapara, pues estaba casi al ras de la tierra, pero nosotros, desde adentro, nos subíamos a un baúl para poder mirar hacia afuera.
A los dieciocho años, decidí ir a estudiar a la Ciudad de La Plata, mi madre decía que era más tranquila que la Capital Federal. Yo quería ser veterinario, teníamos algunos animales y siempre me interesó el tema. Alquilamos un departamentito junto con un amigo de Areco. Quería terminar rápido la carrera así que me dedique de lleno al estudio, ya que mi madre era la que lo costeaba.
 Fue en la clase de Microbiología que conocí a Gabriela. Preparamos juntos la materia y todo terminó en un enamoramiento que hizo tambalear mi concentración.
Egresamos juntos… más tarde nos casamos y decidimos radicarnos en La Plata, donde nacieron Rafael y Lorena.
Doce años más tarde, me llegó la noticia del fallecimiento de mi madre, por lo que decidimos viajar a Areco.
Un nudo en mi garganta, me decía que no me había podido despedir de ella. El velorio se hizo en la casa, allí estaban mis hermanos, Raúl y Florencia, ellos se habían quedado en la casona.
La vieja Ernestina  me recibió llorando.
La noche se hizo larga. Recorrí la casa con Gabriela. Por último, le mostré el sótano donde jugábamos en las horas de la siesta, los trastos se habían multiplicado. Ya no necesitaba el baúl para asomarme por la ventanita. Los pastos estaban cortados y se divisaba un cielo estrellado. Fue entonces que entre las sombras, vi una luz plateada muy brillante frente a la ventana que lentamente fue elevándose hasta desaparecer…  no estaba loco, Gabriela también la veía…
No había duda, mi madre había querido despedirse de nosotros.