Vivíamos en una casa en
el campo. La recuerdo con su inmensa cocina y una larga mesa de roble macizo
donde comíamos, junto a mi madre, siete hermanos y Ernestina la cocinera.
Los momentos más gratos
de mi niñez fueron en San Antonio de Areco.
Mi padre había fallecido
y como yo era el hijo mayor, siempre me sentí algo responsable por el grupo
familiar.
En las horas de la
siesta debíamos guardar silencio y, por tal motivo el sótano era el lugar ideal
para nuestro esparcimiento. Allí se guardaba todo material en desuso como
lámparas, camas, sillones rotos, cajas que no debían abrirse, y hasta un rifle
oxidado que era parte de nuestros juegos.
El sótano tenía una
ventanita horizontal alargada, con no más de veinte centímetros de alto, por
donde asomaba a veces un pedazo de cielo, siempre y cuando la hierba del jardín
no la tapara, pues estaba casi al ras de la tierra, pero nosotros, desde
adentro, nos subíamos a un baúl para poder mirar hacia afuera.
A los dieciocho años,
decidí ir a estudiar a la Ciudad de La Plata, mi madre decía que era más
tranquila que la Capital Federal. Yo quería ser veterinario, teníamos algunos
animales y siempre me interesó el tema. Alquilamos un departamentito junto con
un amigo de Areco. Quería terminar rápido la carrera así que me dedique de
lleno al estudio, ya que mi madre era la que lo costeaba.
Fue en la clase de
Microbiología que conocí a Gabriela. Preparamos juntos la materia y todo
terminó en un enamoramiento que hizo tambalear mi concentración.
Egresamos juntos… más
tarde nos casamos y decidimos radicarnos en La Plata, donde nacieron Rafael y
Lorena.
Doce años más tarde, me
llegó la noticia del fallecimiento de mi madre, por lo que decidimos viajar a
Areco.
Un nudo en mi garganta,
me decía que no me había podido despedir de ella. El velorio se hizo en la
casa, allí estaban mis hermanos, Raúl y Florencia, ellos se habían quedado en
la casona.
La vieja Ernestina
me recibió llorando.
La noche se hizo larga.
Recorrí la casa con Gabriela. Por último, le mostré el sótano donde jugábamos
en las horas de la siesta, los trastos se habían multiplicado. Ya no necesitaba
el baúl para asomarme por la ventanita. Los pastos estaban cortados y se
divisaba un cielo estrellado. Fue entonces que entre las sombras, vi una luz
plateada muy brillante frente a la ventana que lentamente fue elevándose hasta
desaparecer… no estaba loco, Gabriela también la veía…
No había duda, mi madre
había querido despedirse de nosotros.
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