LA MESA
Hacía quince días que nos habíamos mudado a ese departamentito de la
Recoleta y lo único que nos faltaba era la mesa del living comedor.
Raúl apareció radiante de alegría con la mesa, era usada y la había
comprado por Internet. Sólo a él se le podía ocurrir comprar una mesa de ese
tamaño y que no armonizaba con ninguno de los muebles del departamento. Era
redonda estilo Reina Ana, no pasaba de ochenta centímetros, color caoba
oscuro y para colmo de tres patas que le daban escasa estabilidad.
— ¿Me podes decir, quién come en esta mesa?, o te olvidas que somos cuatro,
¿si invitamos a alguien, dónde lo ponemos? ¡Ubícate! —le dije en el tono
más cordial que me salió.
—Podemos agregar un taburete alto, los chicos no ocupan mucho lugar —me
contestó.
—Pero la pueden tirar en cualquier momento, pensá que tiene tres patas
—agregue.
—Es una mesa fuertísima, con mucha estabilidad y me dijeron que no tiene un
solo clavo… como las de antes ¿viste?
—Sí, como las de los espiritistas. ¿No se la habrás comprado a un
espiritista?
No, Esther, no inventes historias.
Nuestros muebles de una moderna línea escandinava no armonizaban con esa
mesa del siglo XVII. Le busqué un lugar. Llegué a pensar que sería
capaz de crecer como una planta.
Anoche comimos en ella. Aceptó los platos y las copas, pero las
fuentes, la botella de vino y las gaseosas, fueron a un taburete alto, que
había acompañado a Raúl en sus tiempos de estudiante. Parecíamos estar sentados
en un bar. Florencia con sus nueve años, se peleaba con Nahuel de cinco y la
mesa se movía peligrosamente.
A la noche, Virginia y Pablo, un matrimonio amigo, vino a visitarnos. Ella
siempre ha sido muy despistada, no advirtió la mesa, pero Pablo que es un lince
y no se le escapa nada, preguntó: —-señalando la mesa.
— ¿Y
eso?
—Es una mesa Reina Ana, —dijo Raúl. ¿Te gusta?
— ¡No!, no ves que desentona con los otros muebles, pero te puede servir
para hacer una sesión de espiritismo, si quieres podemos probar —le contestó
Pablo sonriente.
— ¡Dale! asintió Raúl. Cuando me vio la cara se dio cuenta de que había metido
la pata. Pero ya era tarde, Pablo estaba trayendo la mesa y nos estaba
indicando los lugares.
—Esas cosas me impresionan dijo Virginia.
Prendimos unas velas, apagamos las luces y pusimos las manos sobre la mesa,
según las indicaciones de Pedro.
Éste empezó a invocar a su Abuela. Nada extraño pasaba
—Ahora nos vas a hacer creer que los chanchos vuelan —le dije irónica.
—Tienen que concentrarse —me contestó.
Pasados diez minutos, observamos a la mesa como que se movía y rechinaba.
Sentí como una brisa suave en el rostro, de la impresión se me erizó la
piel.
Pedro sacó un papel y una lapicera —entonces que le pregunto: —¿Nona dónde
escondiste los dólares cobrados en la venta de la quinta? y empezó a escribir
sin detenerse.
Cuando prendimos las luces, Pablo leyó el escrito que decía: “A
la entrada, en el pilar de la derecha, entre el quinto y el sexto ladrillo”.
No sé si Pablo encontró los dólares, pero
esa misma noche bajé la mesa por el ascensor y la deposité en la calle al borde
de la vereda.
Ha pasado un mes y Raúl todavía me lo está reprochando.