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lunes, 17 de septiembre de 2018

LA EXTRAÑA CAPILLA



La  extraña capilla

El calor se hacía sentir por enero del 72  en ese coche colectivo. Era un auto negro más grande que lo común. Pertenecía a una empresa que hacía viajes de Tacna a Lima. Entraban cinco pasajeros y el conductor, yo estaba en el asiento delantero y atrás había unos adolescentes que no paraban de reír y hacer bromas.
El viaje se hacía pesado por ese camino desierto. Los chicos del asiento trasero comentaban animadamente sus aventuras  en un boliche bailable de Arica.
Recordé mi paso por esa ciudad Chilena, con huelga de taxis y la comida escasa por el bloqueo que en esa  época había tenido Allende.
Después de cruzar el desierto de Atacama en toda su extensión,  había llegado a Arica y la frontera estaba cerrada, no se conseguía alojamiento de ningún nivel y encontré esa Residencial cuando ya pensaba que iba a tener que pernoctar en alguna plaza.
Un olor nauseabundo que se introdujo en el auto, me llevó  a  la realidad. La noche estaba cayendo. El chofer me contaba que estábamos en un paraje abandonado y se decía que el espectro de una mujer joven rondaba por la zona. Según lo que contaban, había sido la hija de un acaudalado comerciante muerta por unos maleantes, pocos días antes de casarse.
Paramos cerca de una pequeña capilla, el chofer se bajó y me dijo:
      —Voy a llevar una vela, porque protege a los viajeros.
Yo también bajé con él, y con gran sorpresa me encontré con que no era una capilla común, no tenía imágenes, ni un reclinatorio o  bancos para sentase, sólo una cruz de plata de unos cuarenta centímetros colocada en una mesada en ele, repleta de velas y calaveras, unas más grandes, otras pequeñas, algunas verdosas, la mayoría ennegrecidas, calculé que serían setenta aproximadamente, una se encontraba dentro de una caja de cristal biselado y plata. Sobre la mesada chorreaban las velas que eran la única iluminación, pero había tal cantidad que el ambiente de cinco metros cuadrados y con un techo bajísimo se tornaba sofocante.
El chofer me explicó que las calaveras eran de la gente que había habitado la zona, colocó su vela y regresamos al auto.
Entonces me dijo:
        —Paramos aquí, porque yo no conduzco de noche.
Se tapó con una manta y durmió toda la noche en ese paraje inhóspito, lo mismo que los chicos de atrás, pero yo no pude pegar un ojo. Recordaba la anécdota de la joven asesinada y su calavera que debía ser la que estaba en la caja de cristal. Hasta me pareció ver una silueta de mujer vestida de blanco. Aún no sé si fue realidad u obra de la sugestión. Pero todavía me corre un escalofrío cuando recuerdo aquella capilla de las calaveras.