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lunes, 17 de septiembre de 2018

ERNESTO



Leyendo el diario me enteré de la noticia. Habían encontrado muerto a Ernesto.
En el velorio, un amigo, cliente de él —me dijo:
—Sí, lo encontraron porque los vecinos hicieron la denuncia y forzaron la puerta del departamento. Él vivía sólo, hacía una semana que había fallecido sin asistencia alguna y su cuerpo emanaba un olor irrespirable.
— ¿No tenia familia? le pregunté:
—Ni familia, ni amigos íntimos que se hiciesen cargo, se llevaron el cuerpo para hacer los trámites correspondientes. No sé cómo se hace en estos casos —me respondió.
Ernesto Cotassi había sido mi compañero, en la primaria y, más tarde, en el Colegio Nacional. El era único hijo de una familia de clase media, que había escalado posición social gracias al ahorro y las privaciones.
Recuerdo que cuando tenía nueve años los padres le regalaron una alcancía. Era un buzón con una puertita que se cerraba con llave, allí Ernesto acumulaba cuanta moneda llegaba a sus manos, privándose de comprar figuritas, bolitas, golosinas y otras cosas que nosotros consumíamos en esa época.
Ya en el secundario, él no tenía mucha relación con nadie, había conocido a Analía, una bonita chica de ojos celestes y cabello rojizo, de quién se enamoró. El romance duro seis o siete meses.
Yo comencé a estudiar abogacía, y por eso me desconecté de él.
Como veinticinco años más tarde buscando una poltrona Luis XVI, me dirigí a San Telmo para encontrar una casa de antigüedades. Allí fue que lo vi a Ernesto, no había cambiado mucho, aún conservaba el aspecto medio encorvado de otros tiempos, y su cabello rubio se veía bastante cano.
Tenía un gran negocio, con piezas antiguas de mucho valor. Le pregunté si se había casado.
— ¡Ni loco! Es un mal negocio el matrimonio.
— ¿Vos sabes el gasto que originan los pibes? Estos ya no se conforman con —
Si salís con tu mujer de vacaciones, tenés que gastar el doble y te divertís la mitad.
Me reí de la ocurrencia y le pregunté:
— ¿Todo lo invertís en este negocio?  
—No, compro oro. Es el negocio del momento.
—Hay que tener cuidado, los robos están al orden del día —le dije.
—Si tenés una caja de seguridad en el banco no hay problema —me contestó.
Me despedí sin llevar la poltrona, pues estaba más cara que en otras casas de antigüedades.
Le conté a Pablo, un compañero en común el encuentro que había tenido con Ernesto —y me dijo:
—No me hables de Ernesto... Cuando mi mujer se enfermó y tuve que llevarla a Cuba, necesitaba dinero y recurrí a él, me dijeron que hacía prestamos. Regresamos a los seis meses por el tratamiento, que tenían que hacerle a Sara luego de la operación. Cuando voy a pagarle las cuotas atrasadas, la deuda se me había multiplicado por seis. Yo confiado no leí el convenio que me había hecho firmar. Casi lo agarro del cogote, me dijo que si no pagaba, tendría que recurrir a vender la casa que dejé como garantía.
¡No sabés la plata que tiene!... ¡Y cómo vive para ahorrar un peso!, es un avaro.
El infarto de Ernesto se produjo cuando se enteró que unos boqueteros ingresaron a las cajas de seguridad del Banco Ganadero, donde tenía las onzas de oro que acumulaba. Un miedo absorbente surgió en él con toda la fuerza del egoísmo, con que había acumulado semejante fortuna. No lo pudo resistir y desencadenó en ese infarto, que acabó con su vida aferrada a las cosas materiales, en la soledad de su departamento, sin familiares, ni amigos.

Por las noticias por el canal once, me enteré más tarde, que tan sólo tres cajas habían sido violadas en el Banco Ganadero y los periodistas estaban haciéndole preguntas a los únicos propietarios.