El dolor de cabeza y las
náuseas, aún persistían para Ana después del año nuevo. Habían comenzado con
los estruendos provocados con la tradicional quema de muñecos por la despedida
del año, rematándolas con una mezcla terrible de vino tinto, champagne y un don
Pedro.
Un fuerte timbrazo la
despertó, miró la hora: eran casi las cuatro de la tarde. Sólo había podido
descansar una hora o dos alrededor del mediodía. Su pelo enmarañado hablaba de
una noche de terrible resaca.
Era su prima Clara, que,
a pesar del gesto de encono, no había descuidado un solo detalle en su atuendo
personal: el impecable vestido rosa y su rutinario peinado al que no se le
movía un pelo.
Clara hacía veintiocho
años que estaba casada con Alberto. A él que le adjudicaba las cualidades más
perfectas y, como no habían tenido hijos, le brindaba una dedicación plena.
Habían pasado el fin de año juntas, en lo de tía Quetta como era la costumbre,
ese hábito familiar, en el que siempre había desconformes: su tía Sara se
quejaba diciendo que ella siempre se mataba trabajando, mientras los otros
traían una gaseosa; la prima Lorena estaba molesta porque no toleraba a Clara.
—Pasa Clara —le dijo con una jaqueca que parecía agudizarse.
—Vine para que me expliques la sarta de disparates que le largaste anoche a
Alberto. —Dijo acomodándose en uno de los sillones del living.
—No recuerdo nada, le contestó
Y era verdad. Sólo tenía
conciencia de que había comenzado a tomar, pensando en Ricardo. ¡Que matrimonio
feliz habían tenido! Su mente se había llenado con recuerdos… otras fiestas de
fin de año, cuando eran una familia.
Se habían conocido en la
Facultad de Ingeniería cuando ella vino desde Chivilcoy para estudiar en La
Plata, y en ésta Ciudad se habían quedado a vivir una vez casados.
Después del
fallecimiento de Ricardo, los hijos ya no estaban. María Eugenia, casada con un
muchacho salteño, se había ido a vivir a Güemes y Ricardito, después de
recibirse de arquitecto, consiguió trabajo en Barcelona.
Se sentía vacía y en
esas fiestas su soledad hacía crisis.
—Le hablaste de
su infidelidad y no sé cuántas gansadas más. —le dijo Clara, muy alterada.
—Ahora entendía.
Nunca habría revelado eso estando sobria. Alberto mantenía una relación oculta
de quince años. Toda la familia lo sabía, menos Clara, o no querría saberlo
para seguir viendo en él al hombre perfecto.
— ¡No te lo habrás tomado en serio, Clara!
—le contestó, son sólo bromas de mamada…
—Yo nunca
haría ese tipo de bromas, bebo con corrección -dijo Clara abandonando la
poltrona y girando sobre si misma hacia la puerta. —Cuando estés sobria, espero
que te disculpes con Alberto –le gritó desde la entrada y se alejó dando un
portazo.
Con una sonrisa
resignada, Ana se fue a tomar un antiespasmódico, mientras pensaba que el
próximo fin de año lo pasaría en
Salta.