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lunes, 17 de septiembre de 2018

LA OTRA CARA DE LA MONEDA




Desde los primeros años, Gabriel Ramírez admiró a su padre, ese hombre que siempre sabía cuál era el camino correcto. De extrema rectitud, muy religioso, con el que concurría a misa de las diez, todos los domingos.
Todo lo que su padre decía era ley en la casa. La voz de su madre se hacía sentir, sólo cuando éste no estaba presente.
Muy difícil era manifestarse libremente frente a un padre que analizaba cada palabra que salía de su boca. Eso había hecho de Gabriel un ser retraído; no tenía la espontaneidad de todo niño.
Su padre era un hombre de mediana estatura, al que Gabriel lo veía altísimo, algo robusto, pálido, con inexpresivos ojos grises y pasaba largos períodos de tiempo alejado de su familia, pues su alto cargo en la Marina Argentina así lo demandaba, con viajes que duraban dos o tres meses, de los que regresaba con regalos comprados en diferentes puertos.
La familia vivía en la ciudad de Arrecifes, una ciudad al norte de la provincia de Buenos Aires.
Cuando Gabriel tenía seis años, comenzó sus estudios primarios en un colegio religioso. Nunca fue un chico popular, al ser algo retraído no cosechó muchos amigos.
Continuó los estudios secundarios, en la misma escuela católica, a pesar de que él quería ir a otro Colegio, donde pensaba encontrar mejores compañeros.
Gabriel pasó su adolescencia con muy poca rebeldía, admiraba a su padre, pero éste ocupaba un pedestal demasiado alto como para que él pudiese alcanzarlo.
En 1975, al comenzar la facultad debió trasladarse a la ciudad de La Plata para continuar sus estudios, donde se inscribió en la carrera de Psicología de la Universidad Nacional, tal vez tratando de encontrar una solución a sus problemas emocionales.
Fue allí donde conoció a Andrea, una bonita rubia de la que se enamoró. Antes que nada, fue la desenvoltura con que se manejaba lo que lo atrajo.
Con espíritu independiente y luchador, Andrea organizaba un movimiento político en la facultad. Buscaba seguidores a la causa, y así fue como lo conoció a Gabriel Ramírez. Él, se unió al grupo no por que le interesase la política, si no porque era una forma de estar cerca de ella.
Con el grupo liderado por Andrea, irrumpían en cualquier clase, exponían sus ideas izquierdistas y dejaban panfletos.
Eran perseguidos por la policía. A varios compañeros los habían torturado para sacarles información, otros estaban desaparecidos, por lo que comenzaron a hacer reuniones secretas, todo estaba muy controlado, debían actuar con mucha prudencia, ni la familia debía conocer sus movimientos.
A diario venían a informarles que sus compañeros habían sido torturados o muertos. La situación estaba muy complicada.
Esta vez era Leo y Ricardo, quienes les traían datos de tres compañeros desaparecidos:
—Por lo que se pudo averiguar están detenidos por la marina —dijo Ricardo.
— ¡Si, parece que hay un barco de la marina, que luego de torturarlos y obtener información los tiran al mar! —dijo Leo
 —El que está al frente de todo eso es un hijo de puta… se llama Ernesto Ramírez —explicó Ricardo.
— ¿No será pariente tuyo? —le dijo Andrea bromeando, dirigiéndose a Gabriel.
—Era mi padre… —Contesto con los ojos llenos de lágrimas…