La extraña capilla
El calor se hacía sentir
por enero del 72 en ese coche colectivo. Era un auto negro más grande que
lo común. Pertenecía a una empresa que hacía viajes de Tacna a Lima. Entraban
cinco pasajeros y el conductor, yo estaba en el asiento delantero y atrás había
unos adolescentes que no paraban de reír y hacer bromas.
El viaje se hacía pesado
por ese camino desierto. Los chicos del asiento trasero comentaban animadamente
sus aventuras en un boliche bailable de Arica.
Recordé mi paso por esa
ciudad Chilena, con huelga de taxis y la comida escasa por el bloqueo que en
esa época había tenido Allende.
Después de cruzar el
desierto de Atacama en toda su extensión, había llegado a Arica y la
frontera estaba cerrada, no se conseguía alojamiento de ningún nivel y encontré
esa Residencial cuando ya pensaba que iba a tener que pernoctar en alguna
plaza.
Un olor nauseabundo que
se introdujo en el auto, me llevó a la realidad. La noche estaba
cayendo. El chofer me contaba que estábamos en un paraje abandonado y se decía
que el espectro de una mujer joven rondaba por la zona. Según lo que contaban,
había sido la hija de un acaudalado comerciante muerta por unos maleantes,
pocos días antes de casarse.
Paramos cerca de una
pequeña capilla, el chofer se bajó y me dijo:
—Voy a llevar una vela, porque protege a los viajeros.
Yo también bajé con él,
y con gran sorpresa me encontré con que no era una capilla común, no tenía
imágenes, ni un reclinatorio o bancos para sentase, sólo una cruz de
plata de unos cuarenta centímetros colocada en una mesada en ele, repleta de
velas y calaveras, unas más grandes, otras pequeñas, algunas verdosas, la
mayoría ennegrecidas, calculé que serían setenta aproximadamente, una se
encontraba dentro de una caja de cristal biselado y plata. Sobre la mesada
chorreaban las velas que eran la única iluminación, pero había tal cantidad que
el ambiente de cinco metros cuadrados y con un techo bajísimo se tornaba
sofocante.
El chofer me explicó que
las calaveras eran de la gente que había habitado la zona, colocó su vela y
regresamos al auto.
Entonces me dijo:
—Paramos aquí, porque yo no conduzco de noche.
Se tapó con una manta y
durmió toda la noche en ese paraje inhóspito, lo mismo que los chicos de atrás,
pero yo no pude pegar un ojo. Recordaba la anécdota de la joven asesinada y su
calavera que debía ser la que estaba en la caja de cristal. Hasta me pareció
ver una silueta de mujer vestida de blanco. Aún no sé si fue realidad u obra de
la sugestión. Pero todavía me corre un escalofrío cuando recuerdo aquella
capilla de las calaveras.
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