Nuevamente encontré
sobre la mesada de la cocina los fósforos usados. Mi hermana Lía decía que se
podían usar cuando otra hornalla estuviese prendida, así se originaba una
discusión cada vez que yo los tiraba.
No podía entender la
repugnancia que esos palillos me provocaban,
— ¡Carmen!... ¿Otra vez
los tiraste? —me decía:
— ¡Lía!, yo no pienso
convivir con esa cosa repugnante en la cocina.
—No entiendo que pueden
tener de repugnante unos palillos quemados. Si tenemos un fuego encendido se
pueden volver a usar.
Este dialogo era nuestra
rutina diaria.
Después que Lía se separó,
vino a vivir conmigo. Yo había enviudado de Francisco hacia dos años, mis dos
hijos estaban casados y salvando las diferencias, Lía era una buena compañía.
Cuando mis hijos venían
a visitarme y fumaban, cada quince minutos yo volcaba el cenicero cuando usaban
fósforos. Ellos rían y me fastidiaban por ese acto compulsivo.
Nadie entendía mi
conducta. No podían creer que me provocase asco un fósforo quemado. Decían que
lo mío era una manía, por lo que decidí controlarme. Ya no tiraba los palillos
que Lía dejaba en la mesada, simplemente los tapaba o los escondía para no
verlos.
Decidí ir a un
Psicólogo, le conté mi actitud ante los fósforos, y me dijo que podía tener un
origen fálico, lo que yo descarté, siempre goce de una buena sexualidad, nunca
tuve problemas sexuales, ni violaciones que pudiesen originar un sentimiento de
asco.
Ana vino a visitar. Era
una amiga de la infancia a quién tanto mi hermana como yo le teníamos mucho
aprecio. Ella era amante de cuanta cosa esotérica se le presentase. Esta vez
nos trajo a cuento, que se había hecho un estudio con una analista de vidas
pasadas. Aseguraba que en una de sus vidas había sido un soldado de Napoleón,
muerto a pocos kilómetros de Bruselas, el 18 de junio de 1815, en la batalla de
Waterloo.
Lía no creía en esas
cosas y la tomó a la chacota, pero a mí me impactó, por lo que le pedí que me
acompañara para consultarla, pues quería saber algo de mis vidas pasadas.
El viernes por la tarde
nos dirigimos a la casa de la analista. Ana había reservado un turno para las
cinco.
Llegamos a una casa con
jardín al frente artísticamente diseñado. Sólo dos personas estaban esperando y
hablaban de los beneficios de la terapia.
Recién a la hora y media
pudimos ingresar al consultorio. Imaginaba a la mentalista con una falda hasta
el piso, un turbante, muchos collares y una bola de cristal en la mesa, pero no
fue así.
Una mujer elegantemente
vestida nos hizo pasar. Las paredes del consultorio estaban cubiertas con
certificados de cursos realizados en diferentes países, además ostentaba un
título de psicóloga expedido por la UBA.
Hizo que me acostara en
un diván y me pidió que hiciera respiración abdominal, contando lentamente en
forma regresiva de veinte a cero, mientras retrocedía también en el tiempo con
sucesos acaecidos desde el momento actual hasta el primer año de vida.
Pude recordar lo
traumático que fue mi nacimiento, al salir de la calidez y la seguridad que me
brindaba ese vientre materno, para entrar a un mundo independiente y
desconocido.
Al llegar a cero en mi
conteo, ninguna imagen acudía a mi mente…
La analista dijo, menos
uno… Fue entonces cuando vi una escena aterradora: una niña de aproximadamente
cinco años, envuelta en un pesado cortinado ardiendo en llamas —el que cubría
un altísimo ventanal— había caído sobre la pequeña. A un costado se veían unos
fósforos con los que había estado jugando. La impresión fue tan grande que salí
con rapidez de ese trance.
Había muerto quemada a
los cinco años, en mi vida anterior. A partir de ese momento tomé consciencia,
de que lo que sentía por los fósforos no era asco, era
miedo.