martes, 18 de septiembre de 2018

LA MANÍA DE CARMEN



Nuevamente encontré sobre la mesada de la cocina los fósforos usados. Mi hermana Lía decía que se podían usar cuando otra hornalla estuviese prendida, así se originaba una discusión cada vez que yo los tiraba.
No podía entender la repugnancia que esos palillos me provocaban,
— ¡Carmen!... ¿Otra vez los tiraste? —me decía:
— ¡Lía!, yo no pienso convivir con esa cosa repugnante en la cocina.
—No entiendo que pueden tener de repugnante unos palillos quemados. Si tenemos un fuego encendido se pueden volver a usar.
Este dialogo era nuestra rutina diaria.
Después que Lía se separó, vino a vivir conmigo. Yo había enviudado de Francisco hacia dos años, mis dos hijos estaban casados y salvando las diferencias, Lía era una buena compañía.
Cuando mis hijos venían a visitarme y fumaban, cada quince minutos yo volcaba el cenicero cuando usaban fósforos. Ellos rían y me fastidiaban por ese acto compulsivo.
Nadie entendía mi conducta. No podían creer que me provocase asco un fósforo quemado. Decían que lo mío era una manía, por lo que decidí controlarme. Ya no tiraba los palillos que Lía dejaba en la mesada, simplemente los tapaba o los escondía para no verlos.
Decidí ir a un Psicólogo, le conté mi actitud ante los fósforos, y me dijo que podía tener un origen fálico, lo que yo descarté, siempre goce de una buena sexualidad, nunca tuve problemas sexuales, ni violaciones que pudiesen originar un sentimiento de asco.
Ana vino a visitar. Era una amiga de la infancia a quién tanto mi hermana como yo le teníamos mucho aprecio. Ella era amante de cuanta cosa esotérica se le presentase. Esta vez nos trajo a cuento, que se había hecho un estudio con una analista de vidas pasadas. Aseguraba que en una de sus vidas había sido un soldado de Napoleón, muerto a pocos kilómetros de Bruselas, el 18 de junio de 1815, en la batalla de Waterloo.
Lía no creía en esas cosas y la tomó a la chacota, pero a mí me impactó, por lo que le pedí que me acompañara para consultarla, pues quería saber algo de mis vidas pasadas.
El viernes por la tarde nos dirigimos a la casa de la analista. Ana había reservado un turno para las cinco.
Llegamos a una casa con jardín al frente artísticamente diseñado. Sólo dos personas estaban esperando y hablaban de los beneficios de la terapia.
Recién a la hora y media pudimos ingresar al consultorio. Imaginaba a la mentalista con una falda hasta el piso, un turbante, muchos collares y una bola de cristal en la mesa, pero no fue así.
Una mujer elegantemente vestida nos hizo pasar. Las paredes del consultorio estaban cubiertas con certificados de cursos realizados en diferentes países, además ostentaba un título de psicóloga expedido por la UBA.
Hizo que me acostara en un diván y me pidió que hiciera respiración abdominal, contando lentamente en forma regresiva de veinte a cero, mientras retrocedía también en el tiempo con sucesos acaecidos desde el momento actual hasta el primer año de vida.
Pude recordar lo traumático que fue mi nacimiento, al salir de la calidez y la seguridad que me brindaba ese vientre materno, para entrar a un mundo independiente y desconocido.
Al llegar a cero en mi conteo, ninguna imagen acudía a mi mente…
La analista dijo, menos uno… Fue entonces cuando vi una escena aterradora: una niña de aproximadamente cinco años, envuelta en un pesado cortinado ardiendo en llamas —el que cubría un altísimo ventanal— había caído sobre la pequeña. A un costado se veían unos fósforos con los que había estado jugando. La impresión fue tan grande que salí con rapidez de ese trance.
Había muerto quemada a los cinco años, en mi vida anterior. A partir de ese momento tomé consciencia, de que lo que sentía por los fósforos no era asco, era miedo.     

RAMANA MAHARISHI



No sé qué hacía yo en ese lugar de la India
Siempre mi vida fue tan agitada: atender la casa, meterme en el centro para dejar a los chicos en el colegio, buscar un lugar para estacionar y llegar a tiempo a mi trabajo en esa ciudad de La Plata, con un tránsito cada día más congestionado.
Lo curioso del caso es que no recordaba cómo había llegado a este lugar tan exótico. Tal vez había sido atraída por las vibraciones especiales de su colina sagrada.
—Tienes que escalar el Aru nachala hasta llegar a una explanada de la montaña y allí está Ramana Maharishi —me dijo un muchacho de unos dieciséis años con una túnica blanca.
Cuando llegue, me asombré de no sentir cansancio.
Él estaba sentado en posición de Buda, con su torso desnudo en una semipenumbra. Sólo cubría su delgado cuerpo un blanco calzón envolvente, era moreno, de aproximadamente cincuenta años, con unos ojos serenos que irradiaban una especial energía.
Me invitó a sentarme, imité su posición. Traté de explicarle mis dudas. No me dejó… Me miró fijamente, y me dijo:
—El hombre cree ser el que hace todo. Pero esto es un error. Es el poder supremo el que lo hace, y el ser humano es tan sólo una herramienta. Si acepta esa posición, está libre de problemas. "Yo," es el nombre de Dios. Es el primero y el más grande de todos los mantras, incluso el "OM" está en segundo lugarNo hay almas y Dios, sino que las almas son Dios.
Hay que guardar Silencio… las aguas se aquietan. Sólo cuando las agitadas aguas del estanque se aquietan, es posible ver el reflejo completo de la luna sobre la superficie. Todo lo que está destinado a no suceder, no sucederá, por más esfuerzos que se hagan. Todo lo que está destinado a suceder, sucederá, por más empeño que se ponga en impedirlo. Esta es la verdad; el mejor camino. Por consiguiente, hay que guardar silencio para llegar al verdadero ser.

Sentí que la paz infinita que ese hombre me transmitía, y la semipenumbra del lugar se alejaban, para dar paso a la potente luz en la habitación, del  hospital donde reaccioné.
Allí estaba Norberto y nuestra hija que se apresuró a llamar a la enfermera. Él me contó que había estado tres días en estado de coma después del accidente.
—Fue un milagro que te salvaras, el auto quedó totalmente destruido.
Una semana más tarde me dieron el alta. Recordaba las palabras de Ramana Maharishi.
Yo nunca tuve ninguna cultura oriental y por curiosidad busque ese nombre en Internet, sólo para saber si existía. Con gran sorpresa me enteré que era un sabio hindú, nacido en 1879 y que había estado meditando en la explanada del Aru nachala en 1928.


EL ANCIANO



Allí estaba como todos los días, sentado en el mismo banco del parque, como perdido en sus pensamientos, con su mascota que trataba inútilmente de interpretar su lejanía, tal vez sus recuerdos se remontaban a la familia feliz, que pudo haber tenido antes que el alcohol le minara el cuerpo y le nublara la mente.
Allí estaba con sus ochenta y no sé cuántos años, sentado en ese banco que le servía de lecho por las noches.
Varias veces quisieron llevarlo a un albergue, pero siempre se negó.
Algunos decían que hacía más de veinte que vagaba, y no digo mendigaba porque nunca se lo vio pedir.
La gente que a diario iba a pasear o a correr al parque, le llevaba comida, hasta un paraguas le alcanzo alguien en un día de tormenta. Lo usó y después de que se detuvo la lluvia, lo tiró al tacho de residuos más cercano. Parecía que nada tenía valor para él.
Su larga barba blanca, sus ropas raídas y sus pocas palabras, denotaban una vasta cultura, no parecía haber salido de los suburbios.
Los que le llevaban de comer le hacían preguntas, que el anciano contestaba a medias.
Un perrito blanco era su compañero de merienda y confidente. Algunos decían:
—Es un hombre de negocios, que después de una quiebra, se dio a la bebida.
Otros afirmaban:
—Esté pobre hombre abandonó su casa después del divorcio, y así comenzó a beber.
Lo cierto es que esa soleada mañana del viernes, no despertó. La mascota lo miraba y se paseaba alrededor del banco nerviosamente.
Su expresión, reflejaba una sonrisa, y descubría un nuevo rostro, plácido y feliz.
Pensamos que ya no sería un esclavo del alcohol... Y tal vez, estaría rodeado de todos los sueños y anhelos que en esta vida no encontró.
La policía retiró el cuerpo y nada más supimos de él hasta dos días después… El diario del domingo decía: “Sumido en la total indigencia, a los 85 años de edad, se lo ha encontrado sin vida en el parque San Martín, a Diego Fernández Partel, quien fuera el principal accionista del Banco Capital.
Los cinco hijos del anciano —todos de diferentes uniones— reclaman la herencia de las propiedades, que suman 16 millones de dólares”

EL ESPEJO



Se despertó sobresaltado. No era la primera vez que tenía ese sueño, venía repitiéndose desde su adolescencia y hoy, con 41 años, Santiago había perdido la esperanza de encontrarle un significado.
En el sueño, él se enfrentaba siempre al espejo. Podía entrar corriendo a una habitación y allí estaba el espejo. Otras veces, al voltear la mirada se encontraba con él,  o el espejo aparecía de la nada. Pero eso no era lo que más le molestaba del sueño, lo que lo hacía despertar sobresaltado era que cuando se reflejaba, él sabía que la imagen no era la de él. A pesar de ser un calco de su persona, los movimientos no coincidían con los suyos y, de pronto la imagen desaparecía.
 Santiago era abogado, se había casado a los treinta y seis años con Deborah, no tenían hijos y, como ella podía dejar una empleada en su negocio, viajaban periódicamente. Además Deborah traía novedades para su boutique.
          — ¿Y si nos vamos a Miami?  — Le dijo Santiago, un día.
     —Sería buenísimo. ¿Recuerdas esa casa mayorista textil, que tenía tan buenos precios?
—Sí, tuvimos que comprar dos maletas.
Cuatro días después de ese diálogo estaban en Miami Beach. Se instalaron en El Ramada Marco Polo, Hotel, sobre la avenida Collins. Por la tarde fueron a la playa. Al día siguiente visitaron el Bass Museum y luego se dirigieron a la Fábrica Textil.
    A  Deborah, con su nerviosismo habitual, no le alcanzaban los ojos para abarcar la gran cantidad de mercadería que había. Con tanto entusiasmo perdió de vista a Santiago entre la cantidad de gente que se agolpaba, ávida de sus compras.
  Pasados quince minutos de búsqueda lo divisó. Allí estaba con su metro noventa y su escaso cabello rubio —Se acercó y le dijo:
          — ¡Santiago!  ¿Dónde te habías metido?
          —Me llamo Henry —le contestó en un castellano con acento inglés.
          —No bromees Santiago, que estoy agotada  —le dijo sonriente, mirando sus ojos celestes
          —-Le aseguro que no soy Santiago, me llamo Henry  —le afirmó buscando su documento.
Fue ahí cuando reparó en la ropa que tenía puesta, no era la de su marido.
—Deborah! le dijo Santiago a sus espaldas —sin dejar de observar a ese individuo que tenía hasta sus mismos gestos.
Tras el asombro de Henry, le contaron que eran argentinos y lo invitaron a tomar un café en el Shopping.
        —Yo también tengo sangre argentina, mis padres me adoptaron en Mendoza. Visitar esa ciudad, es uno de mis temas pendientes —les dijo.
        —Nosotros somos de Buenos Aires pero mis padres son de Mendoza —le contestó Santiago.
 Se enteraron que las fechas de nacimiento coincidían.  
Cuando lo despidieron a Henry, éste les dejó un e-mail para seguir en contacto.
A esta altura, Santiago se preguntaba: ¿Sería adoptado, él también?... ¿Por qué, no?... Podían ser mellizos, o gemelos tal vez…
Recordó el sueño…
Al llegar a Buenos Aires, sin esperar más Santiago viajó a Mendoza. Les contó a sus padres, el encuentro con Henry y la coincidencia en la fecha de su nacimiento, con ese muchacho que había sido adoptado.
 Sus padres palidecieron.
—¿Por qué no me dijeron que yo también fui adoptado? —les dijo, con todo el rencor que puede encerrar semejante ocultamiento.
—No Santiago, eres nuestro hijo. Un ADN puede confirmarlo —le dijo la madre—.  
Cuando quedé  embarazada de ti, esperaba gemelos, pero al momento del nacimiento, me dijeron que no habían podido salvar a tu hermano. El cuerpito nunca lo vimos, tampoco lo pedimos, queríamos vivir la alegría de tu nacimiento, no la pena de una pérdida. Si nunca te lo dijimos, no sé si fue para no causarte un dolor innecesario o para no recordar nuestra pérdida.

EL SÓTANO



Vivíamos en una casa en el campo. La recuerdo con su inmensa cocina y una larga mesa de roble macizo donde comíamos, junto a mi madre, siete hermanos y Ernestina la cocinera.
Los momentos más gratos de mi niñez fueron en San Antonio de Areco.
Mi padre había fallecido y como yo era el hijo mayor, siempre me sentí algo responsable por el grupo familiar.
En las horas de la siesta debíamos guardar silencio y, por tal motivo el sótano era el lugar ideal para nuestro esparcimiento. Allí se guardaba todo material en desuso como lámparas, camas, sillones rotos, cajas que no debían abrirse, y hasta un rifle oxidado que era parte de nuestros juegos.
El sótano tenía una ventanita horizontal alargada, con no más de veinte centímetros de alto, por donde asomaba a veces un pedazo de cielo, siempre y cuando la hierba del jardín no la tapara, pues estaba casi al ras de la tierra, pero nosotros, desde adentro, nos subíamos a un baúl para poder mirar hacia afuera.
A los dieciocho años, decidí ir a estudiar a la Ciudad de La Plata, mi madre decía que era más tranquila que la Capital Federal. Yo quería ser veterinario, teníamos algunos animales y siempre me interesó el tema. Alquilamos un departamentito junto con un amigo de Areco. Quería terminar rápido la carrera así que me dedique de lleno al estudio, ya que mi madre era la que lo costeaba.
 Fue en la clase de Microbiología que conocí a Gabriela. Preparamos juntos la materia y todo terminó en un enamoramiento que hizo tambalear mi concentración.
Egresamos juntos… más tarde nos casamos y decidimos radicarnos en La Plata, donde nacieron Rafael y Lorena.
Doce años más tarde, me llegó la noticia del fallecimiento de mi madre, por lo que decidimos viajar a Areco.
Un nudo en mi garganta, me decía que no me había podido despedir de ella. El velorio se hizo en la casa, allí estaban mis hermanos, Raúl y Florencia, ellos se habían quedado en la casona.
La vieja Ernestina  me recibió llorando.
La noche se hizo larga. Recorrí la casa con Gabriela. Por último, le mostré el sótano donde jugábamos en las horas de la siesta, los trastos se habían multiplicado. Ya no necesitaba el baúl para asomarme por la ventanita. Los pastos estaban cortados y se divisaba un cielo estrellado. Fue entonces que entre las sombras, vi una luz plateada muy brillante frente a la ventana que lentamente fue elevándose hasta desaparecer…  no estaba loco, Gabriela también la veía…
No había duda, mi madre había querido despedirse de nosotros. 

FIN DE AÑO



El dolor de cabeza y las náuseas, aún persistían para Ana después del año nuevo. Habían comenzado con los estruendos provocados con la tradicional quema de muñecos por la despedida del año, rematándolas con una mezcla terrible de vino tinto, champagne y un don Pedro. 
Un fuerte timbrazo la despertó, miró la hora: eran casi las cuatro de la tarde. Sólo había podido descansar una hora o dos alrededor del mediodía. Su pelo enmarañado hablaba de una noche de terrible resaca.
Era su prima Clara, que, a pesar del gesto de encono, no había descuidado un solo detalle en su atuendo personal: el impecable vestido rosa y su rutinario peinado al que no se le movía un pelo.  
Clara hacía veintiocho años que estaba casada con Alberto. A él que le adjudicaba las cualidades más perfectas y, como no habían tenido hijos, le brindaba una dedicación plena. Habían pasado el fin de año juntas, en lo de tía Quetta como era la costumbre, ese hábito familiar, en el que siempre había desconformes: su tía Sara se quejaba diciendo que ella siempre se mataba trabajando, mientras los otros traían una gaseosa; la prima Lorena estaba molesta porque no toleraba a Clara.
        —Pasa Clara —le dijo con una jaqueca que parecía agudizarse.
        —Vine para que me expliques la sarta de disparates que le largaste anoche a Alberto. —Dijo acomodándose en uno de los sillones del living.
         —No recuerdo nada, le contestó
Y era verdad. Sólo tenía conciencia de que había comenzado a tomar, pensando en Ricardo. ¡Que matrimonio feliz habían tenido! Su mente se había llenado con recuerdos… otras fiestas de fin de año, cuando eran una familia.
Se habían conocido en la Facultad de Ingeniería cuando ella vino desde Chivilcoy para estudiar en La Plata, y en ésta Ciudad se habían quedado a vivir una vez casados.
Después del fallecimiento de Ricardo, los hijos ya no estaban. María Eugenia, casada con un muchacho salteño, se había ido a vivir a Güemes y Ricardito, después de recibirse de arquitecto, consiguió  trabajo en Barcelona.
Se sentía vacía y en esas fiestas su soledad hacía crisis.
     —Le hablaste de su infidelidad y no sé cuántas gansadas más. —le dijo Clara, muy alterada.
     —Ahora entendía. Nunca habría revelado eso estando sobria. Alberto mantenía una relación oculta de quince años. Toda la familia lo sabía, menos Clara, o no querría saberlo para seguir viendo en él al hombre perfecto.
— ¡No te lo habrás tomado en serio, Clara! —le contestó, son sólo bromas de mamada…
      —Yo nunca haría ese tipo de bromas, bebo con corrección -dijo Clara abandonando la poltrona y girando sobre si misma hacia la puerta. —Cuando estés sobria, espero que te disculpes con Alberto –le gritó desde la entrada y se alejó dando un portazo.

Con una sonrisa resignada, Ana se fue a tomar un antiespasmódico, mientras pensaba que el próximo fin de año lo pasaría en Salta.            

LA GRIPE



 Hace dos días que no se nada de él, no tendría que haberle dicho que se fuera... ¡Bueno pero esta vez me colmó!
¡Yo no sé qué me pasa!  ¿Se me habrán bajado las defensas?  Me duele todo el cuerpo.
Con la pila de cosas que tengo que hacer y sin ánimo para nada. ¡Siento un cansancio!...
¿Dónde estará? 
¿Se habrá ido a lo de Pancho? 
¿Y si está con una mina?
Por más que trato de concentrarme en  la televisión, no puedo,  este dolor de cabeza y el sopor me tiran.
¡Parece mentira después de treinta y seis años de casados! 
Además los hijos ya no están, podríamos disfrutar paseando, pero ¿dónde? 
Si Antonio no quiere ir ni a la esquina.
Este dolor me está pasando de la garganta al oído, lo único que me falta es que me ponga más sorda. 
Mejor me voy a la cama.
Realmente, no tendría que haberle dicho que se fuera, pero a decir verdad está poniendo ¡insoportable!  ¿Será la andropausia?
Mejor me pongo a leer tal vez me olvide...
Me duelen hasta los ojos…
Ya he comenzado a extrañarlo, soy una estúpida.  ¡No!  No le puedo aguantar cualquier cosa.
Está sonando el timbre. ¿Será él?
 —Ah... ¡Marta!
 — ¡Qué tal Beatriz!,  ¡qué cara!...  ¿qué tenes?
 —Me duele todo el cuerpo, los huesos, los músculos, tengo escalofríos, tos, no me falta nada.
Le tiro mí diagnóstico.
 — ¡Debo estar pasando por un proceso infeccioso!, por eso comencé a tomar antibióticos.
 — ¿Qué decís?  Esto es una gripe y los antibióticos no te hacen nada para un virus.
     La escucho con atención y recuerdo que hizo tres años en medicina,  aunque no se recibió, tal vez algo le quedó. Le cuento mi pelea con Antonio —Me dice:
—Seguro que está en lo de Pancho. ¿Dónde queres que esté? Los hombres no pueden estar mucho tiempo alejados de su mujer, es una prolongación de la madre ¿sabes?  ¡Acuérdate lo que te digo: va a volver!
Sus palabras me tranquilizan. Marta siempre ha sido una psicóloga en potencia.
     Me prepara un té con limón y me da una aspirina.
— ¿Cómo no se te van a bajar las defensas con semejante royo?  Bueno yo me voy y vos te metes en la cama con bolsa de agua caliente.
Debo tener algo de fiebre. Estos escalofríos a pesar de la bolsa no se me van.
¿Serán las dos de la mañana? 
Y con esta tos, no he podido pegar un ojo.
Me pareció escuchar un ruido.
¡Qué estúpida, no le puse el seguro a la puerta!
¡Me levanto tambaleando!  Tanteo a oscuras la Venus de mármol —regalo de aniversario. La tomo por la cabeza y salgo sigilosamente.
¡Pero si estoy temblando! ¿Será la fiebre o el susto?
Escucho pasos… y la puerta vaivén del comedor... Recuerdo que estoy sola, siento que las fuerzas me abandonan.
Se  me cae la Venus de la mano…Y en ese momento se prende la luz…
Allí lo veo a Antonio, con el portafolio y su traje gris. —Se acerca, me pide perdón y me dice:
—Eres lo más importante que tengo en la vida…
Trata de besarme- 
Lo miro con un amor de treinta y seis años y le digo:
   ¡No te acerques!, ¡tengo gripe!