Cuando ella entró, un remolino de fuego
giraba envolviendo la cuna. Metió sus brazos en ese torbellino encendido y rescató al niño.
La ambulancia llegó cuarenta minutos más
tarde… era difícil entrar en esos andurriales.
— El fuego ha tomado más
del setenta por ciento de su pequeño cuerpo. Seguro que cuando lo sacó, ya
estaba sin vida —aseguraron los médicos.
La vivienda de Soledad
era muy humilde, ella trabajaba como doméstica en las casas de familia y lavaba
ropa en el tiempo que le quedaba libre. Fue precisamente en el momento que ella
estaba lavando en el patio de madrugada, cuando la vela encendida que alumbraba
en la mesa de luz, cayó sobre las sabanitas de la cuna.
Su vida dejó de tener
sentido a partir de ese momento. Ya nada le importaba. Lo había perdido todo,
su niño, la casa, el marido, que la acusaba de la muerte del bebé, y ya no le
quedaban más lágrimas para llorar.
Le diagnosticaron una
neurosis depresiva, que más tarde fue transformándose en una grave enajenación
mental con delirios que los médicos clasificaron como psicosis.
La internaron en un
hospital neuropsiquiátrico estatal de alta complejidad.
Después de cinco años de
internación y la debida medicación, la enfermedad de Soledad evolucionaba
favorablemente. Ella ayudaba en la limpieza y a las enfermeras en algunas
tareas del hospital. Los médicos eran optimistas con su diagnóstico, por lo que
la derivaron al Servicio de Rehabilitación Laboral, para la reinserción en la
sociedad y la externación, pues pensaron que el alta para ella, no estaría muy
lejano.
Una psicóloga formó un
grupo de teatro donde la incluyeron y una pequeña obra de Gámbaro fue
presentada en el Teatro de la Comedia.
Todas estas cosas la
llenaban de optimismo y jugaban a favor de su recuperación.
Soledad estaba mejorando
día a día y fueron reduciéndole los medicamentos paulatinamente.
Llegó diciembre, los
internos, hábilmente conducidos por una psicóloga, organizaban los preparativos
para la Navidad. A un gran pino lo decoraron con luces y toda la fantasía de
los adornos fueron fabricados, por los internos en la clase de
manualidades: globos de colores, estrellas y campanitas.
El entusiasmo reinaba entre
los internos, pero más grande fue la alegría cuando comenzaron a armar el
pesebre. El hospital tenía para ese fin, grandes imágenes del tamaño natural.
Una habitación se destinó para armarlo: los pastores llegaban al retablo por un
camino iluminado por pequeñas lucecitas, escondidas bajo el musgo seco pintado
de verde; de un cielo estrellado sobresalía la estrella nova que guiaba a los
reyes magos; una lámpara escondida detrás del retablo, hacia penetrar un rayo
de luz, que alumbraba la imagen del niño en su cuna de tronco y paja.
Dispusieron a la virgen
María y a José a ambos lados y detrás, el buey que daba simbólicamente, calor
al niño con su aliento.
Aseguran que fue un
cortocircuito de una lámpara lo que produjo el incendio.
Los ojos de Soledad desorbitaron frente al
siniestro. Sin que pudieran detenerla, corrió hacia el retablo y, con ese
impulso que algunos llamaron instinto maternal y otros locura, salió abrazada a
ese muñeco de yeso.
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